El caso del 'talibán chino'
TRIBUNA: ARIEL DORFMAN
Ariel Dorfman es escritor chileno; su último libro es Memorias del desierto.
EL PAÍS - Opinión - 20-04-2006
¿Puede alguien ser musulmán y también patrióticamente norteamericano? Es la pregunta que me planteé la otra noche, cuando cené con el capitán James Yee. Se trata del primer militar norteamericano que le ha contado al mundo lo que verdaderamente pasa dentro de las jaulas y detrás de las alambradas del centro de detención que opera los Estados Unidos en Guantánamo, Cuba: la tortura, la profanación del Corán, la hostilidad incesante que exhiben los interrogadores hacia el islam.
El capitán Yee conoce a fondo esta desolada situación porque ofició, a partir de noviembre de 2002, como capellán musulmán en Guantánamo, atendiendo las urgencias espirituales de aquellos enemigos del Estado norteamericano que se han visto encarcelados en ese sitio en forma indefinida bajo el rótulo de "enemy combatants". Hasta que, en septiembre de 2003, el hombre que había intentado aliviar en algo el infierno en que naufragaban esas almas perdidas y esos cuerpos dañados, fue él mismo arrestado y sometido a 76 días de incomunicación. Se le acusaba de ser espía y traidor y se le amenazó con la pena de muerte. Jamás se presentaron pruebas en su contra y un buen día los cargos fueron retirados. Muchos meses más tarde, al capitán Yee le prendieron una medalla en el uniforme y le dieron de baja del Ejército con todos los honores del caso. Su separación de las Fuerzas Armadas le permitió contar públicamente su padecimiento (y el de los otros prisioneros) en un libro fundamental, For God and Country (Por Dios y la Patria).
Cuando me junté con el capitán Yee esperaba, más que nada, informarme acerca de los "secretos" de Guantánamo, pero a los pocos minutos de conversar con él me di cuenta de que su caso era fascinante por un motivo enteramente distinto. No había esperado, debo confesarlo, que fuera tan norteamericano, tan completamente, tan prototípicamente, tan descaradamente norteamericano. No había anticipado su suave acento de Nueva Jersey, su pasión por el béisbol y la cultura pop yanqui. Sabía, por cierto, que Jame Yee, como tantos compatriotas suyos, era de una familia inmigrante. Y también que se había graduado de la Academia de West Point, que su padre había sido militar, así como lo eran todavía sus dos hermanos. Pero no lo había imaginado tan intensamente patriótico, tan enamorado del país que lo había perseguido. No había creído que el capitán Yee seguiría aferrado al "sueño americano": no importa quién eres, qué fe profesas, de dónde vienes, siempre serás bienvenido en este lugar de la Tierra.
¿Aunque seas musulmán? Es la pregunta que la odisea del capitán Yee le lanza a su país. Una pregunta cuya mera formulación parece casi absurda. Los Estados Unidos han sido, desde sus inicios, un lugar donde han podido refugiarse quienes huyen de la persecución religiosa, un país donde los fundadores de la república tuvieron cuidado de asegurarse de que ninguna Iglesia tuviera un privilegio o estatuto especial. Yo conozco personalmente a musulmanes que han podido llevar a cabo en los Estados Unidos prácticas religiosas, exploraciones del islam, que les hubieran valido acosamiento y amenazas de muerte en Arabia Saudí, Irán o Pakistán.
Por cierto que, desde los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, a los musulmanes se los ha hostigado incesantemente. Si el caso del capitán Yee es notable, es precisamente porque él quiso constituirse en un puente entre sus conciudadanos y el mundo islámico. Viajó a Guantánamo con la presunción de que era antiamericano demonizar a alguien debido a su fe religiosa y descubrió en forma dolorosa e incrédula que era ni más ni menos que esa fe suya la que lo convertía en enemigo de su patria.
Me explicó calladamente, con un aire atónito, casi pasmado, que había llevado a cabo su trabajo pastoral exactamente como lo hubiera hecho de ser católico o protestante. No había cometido ni una falta de disciplina ni incurrido en la menor muestra de deslealtad. Se había visto a sí mismo como un defensor de su patria, luchando en contra del terrorismo. Era su misión, pensaba, mostrarles otra cara, respetuosa y tolerante, de los Estados Unidos a esos prisioneros que habían sido apresados en las lejanías de Afganistán y transportados al otro lado del mundo sin tener la posibilidad de un juicio o siquiera de una acusación. Una gestión que le había valido unas felicitaciones, dos días antes de que se lo arrestara, de parte de sus superiores. No cabía duda, entonces, de que si se desconfiaba de él era debido a su fe musulmana, la sospecha de que su verdadera fidelidad era hacia Alá, ese Dios no-americano. A ningún cristiano en el Ejército de los Estados Unidos se le había preguntado si creía más en Jesucristo o más en la Constitución norteamericana. A ningún judío se le exigía que eligiera entre el Dios de los hebreos o America the Beautiful.
¿Y sus orígenes chinos? Se lo pregunté: su procedencia étnica, ¿había hecho más ardua su aflicción, más suspicaces a sus carceleros? Respondió que nadie se había mofado del color de su piel ni de la traza oblicua de sus ojos durante esos meses de cautiverio, pero sí había sabido que los investigadores y fiscales se referían a él invariablemente como el "talibán chino". Esa fórmula racista le recordaba, dijo, que la última vez que el Gobierno norteamericano había abierto campos de concentración los prisioneros también habían sido asiáticos, ciudadanos americanos de origen japonés internados durante la Segunda Guerra Mundial.
La historia, murmuró el capitán Yee, se está repitiendo en forma triste, en forma vergonzante.
Quise averiguar qué le depararía el futuro. ¿En qué iba a ganarse la vida ahora que se había acabado su carrera militar?
Pensaba trabajar, dijo, en las prisiones de su país. Un número desmedido de presidiarios en los Estados Unidos son musulmanes y alguien como él, que sabe lo que significa estar detenido, que conoce la humillación del encierro y la tristeza del abandono, alguien como él podía quizás entregarles a esos reclusos una dosis generosa y necesaria de compasión.
No está seguro, sin embargo, de que pueda conseguir ese tipo de empleo. Está claro que tiene enemigos poderosos. De hecho, el capitán especula que, dada la repercusión y el escándalo que iba a suscitar su detención, la orden de apresarlo tuvo que haber venido de la mismísima Casa Blanca.
Y, no obstante todo esto, James Yee no pierde la fe en su propio país.
-I am -y me lo dijo con orgullo y tranquilidad y sin la menor vacilación- an American Muslim. Soy un musulmán norteamericano.
En los años que vienen, veremos si estas dos fuentes de su identidad, islam y los Estados Unidos, su patria y su religión, pueden coexistir en paz. Veremos si pueden subsistir y perdurar juntos dentro de James Yee y también veremos si podrán vivir lado a lado sin declararse la guerra en el interior más vasto de ese enigma que se llama los Estados Unidos de América.
Ariel Dorfman es escritor chileno; su último libro es Memorias del desierto.
EL PAÍS - Opinión - 20-04-2006
¿Puede alguien ser musulmán y también patrióticamente norteamericano? Es la pregunta que me planteé la otra noche, cuando cené con el capitán James Yee. Se trata del primer militar norteamericano que le ha contado al mundo lo que verdaderamente pasa dentro de las jaulas y detrás de las alambradas del centro de detención que opera los Estados Unidos en Guantánamo, Cuba: la tortura, la profanación del Corán, la hostilidad incesante que exhiben los interrogadores hacia el islam.
El capitán Yee conoce a fondo esta desolada situación porque ofició, a partir de noviembre de 2002, como capellán musulmán en Guantánamo, atendiendo las urgencias espirituales de aquellos enemigos del Estado norteamericano que se han visto encarcelados en ese sitio en forma indefinida bajo el rótulo de "enemy combatants". Hasta que, en septiembre de 2003, el hombre que había intentado aliviar en algo el infierno en que naufragaban esas almas perdidas y esos cuerpos dañados, fue él mismo arrestado y sometido a 76 días de incomunicación. Se le acusaba de ser espía y traidor y se le amenazó con la pena de muerte. Jamás se presentaron pruebas en su contra y un buen día los cargos fueron retirados. Muchos meses más tarde, al capitán Yee le prendieron una medalla en el uniforme y le dieron de baja del Ejército con todos los honores del caso. Su separación de las Fuerzas Armadas le permitió contar públicamente su padecimiento (y el de los otros prisioneros) en un libro fundamental, For God and Country (Por Dios y la Patria).
Cuando me junté con el capitán Yee esperaba, más que nada, informarme acerca de los "secretos" de Guantánamo, pero a los pocos minutos de conversar con él me di cuenta de que su caso era fascinante por un motivo enteramente distinto. No había esperado, debo confesarlo, que fuera tan norteamericano, tan completamente, tan prototípicamente, tan descaradamente norteamericano. No había anticipado su suave acento de Nueva Jersey, su pasión por el béisbol y la cultura pop yanqui. Sabía, por cierto, que Jame Yee, como tantos compatriotas suyos, era de una familia inmigrante. Y también que se había graduado de la Academia de West Point, que su padre había sido militar, así como lo eran todavía sus dos hermanos. Pero no lo había imaginado tan intensamente patriótico, tan enamorado del país que lo había perseguido. No había creído que el capitán Yee seguiría aferrado al "sueño americano": no importa quién eres, qué fe profesas, de dónde vienes, siempre serás bienvenido en este lugar de la Tierra.
¿Aunque seas musulmán? Es la pregunta que la odisea del capitán Yee le lanza a su país. Una pregunta cuya mera formulación parece casi absurda. Los Estados Unidos han sido, desde sus inicios, un lugar donde han podido refugiarse quienes huyen de la persecución religiosa, un país donde los fundadores de la república tuvieron cuidado de asegurarse de que ninguna Iglesia tuviera un privilegio o estatuto especial. Yo conozco personalmente a musulmanes que han podido llevar a cabo en los Estados Unidos prácticas religiosas, exploraciones del islam, que les hubieran valido acosamiento y amenazas de muerte en Arabia Saudí, Irán o Pakistán.
Por cierto que, desde los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, a los musulmanes se los ha hostigado incesantemente. Si el caso del capitán Yee es notable, es precisamente porque él quiso constituirse en un puente entre sus conciudadanos y el mundo islámico. Viajó a Guantánamo con la presunción de que era antiamericano demonizar a alguien debido a su fe religiosa y descubrió en forma dolorosa e incrédula que era ni más ni menos que esa fe suya la que lo convertía en enemigo de su patria.
Me explicó calladamente, con un aire atónito, casi pasmado, que había llevado a cabo su trabajo pastoral exactamente como lo hubiera hecho de ser católico o protestante. No había cometido ni una falta de disciplina ni incurrido en la menor muestra de deslealtad. Se había visto a sí mismo como un defensor de su patria, luchando en contra del terrorismo. Era su misión, pensaba, mostrarles otra cara, respetuosa y tolerante, de los Estados Unidos a esos prisioneros que habían sido apresados en las lejanías de Afganistán y transportados al otro lado del mundo sin tener la posibilidad de un juicio o siquiera de una acusación. Una gestión que le había valido unas felicitaciones, dos días antes de que se lo arrestara, de parte de sus superiores. No cabía duda, entonces, de que si se desconfiaba de él era debido a su fe musulmana, la sospecha de que su verdadera fidelidad era hacia Alá, ese Dios no-americano. A ningún cristiano en el Ejército de los Estados Unidos se le había preguntado si creía más en Jesucristo o más en la Constitución norteamericana. A ningún judío se le exigía que eligiera entre el Dios de los hebreos o America the Beautiful.
¿Y sus orígenes chinos? Se lo pregunté: su procedencia étnica, ¿había hecho más ardua su aflicción, más suspicaces a sus carceleros? Respondió que nadie se había mofado del color de su piel ni de la traza oblicua de sus ojos durante esos meses de cautiverio, pero sí había sabido que los investigadores y fiscales se referían a él invariablemente como el "talibán chino". Esa fórmula racista le recordaba, dijo, que la última vez que el Gobierno norteamericano había abierto campos de concentración los prisioneros también habían sido asiáticos, ciudadanos americanos de origen japonés internados durante la Segunda Guerra Mundial.
La historia, murmuró el capitán Yee, se está repitiendo en forma triste, en forma vergonzante.
Quise averiguar qué le depararía el futuro. ¿En qué iba a ganarse la vida ahora que se había acabado su carrera militar?
Pensaba trabajar, dijo, en las prisiones de su país. Un número desmedido de presidiarios en los Estados Unidos son musulmanes y alguien como él, que sabe lo que significa estar detenido, que conoce la humillación del encierro y la tristeza del abandono, alguien como él podía quizás entregarles a esos reclusos una dosis generosa y necesaria de compasión.
No está seguro, sin embargo, de que pueda conseguir ese tipo de empleo. Está claro que tiene enemigos poderosos. De hecho, el capitán especula que, dada la repercusión y el escándalo que iba a suscitar su detención, la orden de apresarlo tuvo que haber venido de la mismísima Casa Blanca.
Y, no obstante todo esto, James Yee no pierde la fe en su propio país.
-I am -y me lo dijo con orgullo y tranquilidad y sin la menor vacilación- an American Muslim. Soy un musulmán norteamericano.
En los años que vienen, veremos si estas dos fuentes de su identidad, islam y los Estados Unidos, su patria y su religión, pueden coexistir en paz. Veremos si pueden subsistir y perdurar juntos dentro de James Yee y también veremos si podrán vivir lado a lado sin declararse la guerra en el interior más vasto de ese enigma que se llama los Estados Unidos de América.
0 Comments:
Post a Comment
<< Home